martes, 6 de noviembre de 2007

¿Apocalípticos o integrados? Sobre el fin del libro


Por Juan José Sebreli

¿Cómo se explica que mientras aumenta la cantidad de publicaciones y el alfabetismo se extiende en todo el mundo haya una aparente disminución del número de lectores? A los nostálgicos habrá que recordarles que la Edad de Oro de la lectura nunca existió, pero en contra de las predicciones que anuncian el fin del libro, el sociólogo cree que lo que vivimos es una “crisis del libro”, sintomática de una sociedad en transición. “El libro no tiene por qué morir ni tampoco es necesario para su supervivencia renunciar a las innovaciones técnicas”, asegura.

El fin del siglo XX y el fin del milenio alentaron las teorías de los “fines” y las “muertes” de muchas cosas que se creían eternas, se habló del fin de las ideologías, del fin de la filosofía, del fin de la historia, del fin de Occidente, del fin de la modernidad. En tanto el doble acto de leer y escribir es un típico producto de la modernidad, los posmodernos no podían dejar de pensar en el fin de la cultura escrita, en la muerte del libro. El libro pertenecería, según estas concepciones, al declinante paradigma moderno y sería sustituido por los medios audiovisuales, la biblioteca por la pantalla electrónica, la letra por la imagen y el texto por el hipertexto, la intertextualidad, el hiperespacio y los multimedios.

Simétricamente opuesta a esa posición está la de los neorrománticos antitecnológicos a los que Umberto Eco llama “apocalípticos” ; esos melancólicos nostálgicos coinciden, aunque con distinto signo, con los posmodernos en la creencia del derrumbe irresistible de la cultura moderna.

Contra esas dos posiciones igualmente unilaterales es posible recuperar el pasado, renovando su herencia y preparar a la vez las condiciones del futuro. El libro no tiene por qué morir ni tampoco es necesario para su supervivencia renunciar a las innovaciones técnicas.

A los nostálgicos habrá que recordarles que no hubo tal Edad de Oro de la lectura, que el paraíso cultural perdido que añoran nunca existió. Hasta mediados del siglo XIX, la inmensa mayoría de la humanidad –y en especial la mujer– era analfabeta, y eso ocurría en plena era Gutenberg, cuyo ocaso hoy se lamenta.

En contraste, en las últimas décadas del siglo XX la matriculación en la enseñanza primaria aumentó en el mundo dos tercios. Además, el asombroso desarrollo de la tecnología informática ha tenido un fuerte impacto en la cultura y en la industria del libro en particular. Las nuevas técnicas de impresión abarataron considerablemente la publicación de libros. A pesar de la competencia con el cine, la radio, la televisión, el disco, el video, Internet y otros productos de última generación, los libros se multiplicaron. Hay grandes editoriales transnacionales que llegan a publicar un millón de libros por día en todo el mundo, y en las sociedades avanzadas, las ediciones de bolsillo alcanzan la suma de 1 a 5 millones de ejemplares de tirada por título, cifras impensables en el pasado. Enormes librerías se abren en las grandes ciudades, incluso en la Buenos Aires sacudida por la crisis. Por otra parte, la televisión, que como toda técnica es un arma de doble filo, si bien la programación de canales de aire es contraria a la cultura, algunos canales de cable transmiten biografías de escritores y versiones de grandes novelas que pueden incitar a la lectura.

Los nostálgicos alegarán, no sin razón, que la producción masiva ha provocado un mayor número de malos libros, literatura basura, los no-libros que hoy llenan las listas de best sellers. Sin embargo, no debe olvidarse que los malos libros siempre fueron más que los buenos –el talento es escaso– y que el tiempo ha servido de tamiz para que sólo se conservaran los mejores.

Faltan las estadísticas adecuadas para develar el enigma que representa el aumento de las publicaciones y la mayor difusión del alfabetismo y, a la vez, la aparente disminución del número de lectores, sobre todo de la calidad de ese lector permanente y omnívoro, de lecturas extensivas e intensivas, el que lee todos los días, visita una librería de la que es asiduo y donde puede consultar a un vendedor especializado, esas mismas librerías familiares que son reemplazadas hoy por grandes supermercados de libros con vendedores que se limitan a consultar la computadora. Las grandes ventas se basan en los lectores circunstanciales, el que lee de vez en cuando, el que compra libros para regalar, el lector de vacaciones, el que elige el libro de un autor que ha visto en televisión. También son muchos los compradores de libros que no leen. De otra manera, no puede explicarse que obras muy difíciles como El ser y la nada de Jean-Paul Sartre haya sido un best seller, o que Theodor Adorno se venda en los kioscos de diarios o en las góndolas de los supermercados

La Feria del Libro es un fenómeno de masas paradigmático de esta contradicción: es visitada por miles de personas, que el resto del año no entrarán jamás a una librería. La Feria satisface ese pseudo-comunitarism o de los actos masivos del evento deportivo o el festival de música pop, con ecos de aquellas concentraciones de masas de los totalitarismos políticos del siglo pasado. Cuando Jürgen Habermas vino a Buenos Aires, hubo fila de varias cuadras para entrar en el salón de conferencias, por lo que el autor, muy asombrado –y algo disgustado–, exclamó: “No soy un autor de masas”. En efecto, muy pocos de esos asistentes podrían entender sus abstrusos textos, sólo iban por la curiosidad de ver a una notoriedad mundial.

La escasez de lectura es notoria entre los jóvenes argentinos, los libros leídos no llegan al uno por ciento anual. La cultura juvenil pop privilegia el deporte, la imagen y en especial el sonido por sobre la letra. El fracaso masivo de los estudiantes secundarios en los exámenes de ingreso a la facultad, sobre todo por su incapacidad para comprender los textos, revela la falta de lectura. Es frecuente además que los profesores de las escuelas de periodismo se quejen de que sus alumnos no leen el diario, y los profesores de Letras se alarmen porque los estudiantes no leen novelas. Dado que el hábito de la lectura se adquiere en esos años, es dudoso el destino del libro cuando esas generaciones aletradas tomen la posta.

Las contradicciones del libro y su lector no hacen sino reflejar los cambios de la sociedad actual. George Steiner lamentaba la desaparición de un tipo humano que lee en la tranquilidad de una habitación –el “cuarto propio” de Virginia Woolf– , donde sea posible aislarse y estar rodeado de silencio. La añoranza de Steiner tiene sin duda algo de elitista ya que el lector al que alude pertenecería a un estrato social con una situación económica desahogada, con buena educación, con una casa lo suficientemente espaciosa y gustos cultivados a través de años de ocio y estabilidad. Pero hay aspectos de la queja de Steiner que superan los límites clasistas y tienen un valor universal. El silencio y la tranquilidad siguen siendo necesarios para la lectura y resultan cada vez más difíciles de encontrar en las ajetreadas megalópolis. El ruido, el hacinamiento, la obsesión por la rapidez, el espíritu gregario, el predominio de lo grupal sobre lo individual, no encontrarán satisfacción en una actividad íntima y solitaria como la lectura.

A pesar de todas esas incitaciones que alejan al individuo de la lectura y en contra de las predicciones apocalípticas que anuncian el fin eminente del libro, pienso que más que de una decadencia se trata de una crisis del libro, sintomática de una sociedad en transición. Dentro de algunos años, tal vez, las disquisiciones actuales sobre los “fines” sonarán tan anticuadas y marchitas como la mayor parte de las predicciones de este tipo. Se decía que la fotografía acabaría con la pintura, el cine con el teatro, la televisión con el cine. El único fin que seguramente sobrevendrá será el de la teoría del fin del libro.

Fuente: Diario Perfil
http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0187/articulo.php?art=1056&ed=0185

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